Estancia del Santo en la Villa

 

Fray Vicente Ferrer conoció, a tenor del documento municipal citado, una villa desolada por el hambre y el desánimo. Sus 115 viviendas se hallaban todas ellas hipotecadas colectivamente ante una deuda acumulada de 40.000 sueldos jaqueses en préstamos imposibles de enjuagar. La población acababa de amurallarse por segunda vez para abarcar el Barrio de Las Pueblas en un proceso de gasto que dislocaron la guerra con Castilla, la contribución al rescate del Conde don Alonso, prisionero de los castellanos desde la batalla de Nájera, los 300 florines de oro que se exigieron para la campaña de Sicilia y la boda de la princesa Juana con el Conde de Foix. Los reyes endosaban entonces a sus súbditos los suntuosos gastos familiares. La dote de una princesa era símbolo de prestigio y de representación del reino. Así que sólo al Abadiado de San Victorián, a cuyo señorío pertenecía la villa, se le asignaron para la boda 250 florines de oro, de los que Graus hubo de cubrir 93. En definitiva, en 1415 los grausinos no eran dueños de su propio pueblo.

Quizá fray Vicente no prestara oídos a este tipo de quejas, si bien combatía la usura en sus sermones. Él miraba de tejas arriba, aunque tenía los ojos puestos en todas partes. No se conoció por aquella época a nadie tan capaz de impresionar a las gentes de cualquier condición. El Rey le debía el reino y la estabilidad del cismático Papa Luna dependía en mucho de sus gestiones políticas y de su predicación un tanto visionaria. Hombre de pan y agua y de hábito gastado, por los tiempos en que llegó a Graus había declinado ser obispo y tampoco quiso un capelo cardenalicio. Por eso no tiene sentido preguntarse cómo recibieron aquí a este hombre, profundo conocedor del drama humano y que ya venía de vuelta de todo. Los penitentes se alojaban donde los querían, a menudo en pajares y corralas. Fray Pedro Cerdán y Fray Vicente pasaron de largo ante el edificio de la rica Cofradía de San Nicolás, uno de los acreedores del Concejo, y se fueron a la casa de todos y de nadie, al mesón entonces de Arnau Tallada, debajo de la escalera.

Bajo el ábside de la antigua iglesia románica de Nuestra Señora de la Peña, donde estuvo el castillo –habría de renovarse con suntuosidad gótica el edificio religioso en el siglo XVI-, predicaba fray Vicente a los grausinos desparramados por el campo de la abadía. Y tendría buena voz, según el punto en que la tradición nos sitúa “la predicadera”. Sus piadosos biógrafos cometen algunos excesos narrativos. Hablaban desde su óptica de celo magnificador del santo, y es seguro que nunca habían estado en Graus. No pudo ser, Dios nos perdone, que la gente de la comarca se agolpara en los montes de las Forcas, al otro lado de la amplia vega del río, para escuchar los sermones. Ni que fuera milagro que todos entendieran, como en nuevo Pentecostés, la lengua valenciana que usaba fray Vicente, pues los ribagorzanos andaban por ese tiempo muy poco castellanizados y hablaban de modo similar. Es suficiente con saber que el fraile petrificaba a los oyentes con escenas apocalípticas y los consolaba luego con promesas divinas. Poseía una capacidad de comunicación poco corriente. “Graus no desaparecerá nunca” dicen que prometió entre otras cosas a unos lugareños asustados por las proverbiales y dañosas crecidas del caudaloso río Ésera que lamía los muros medievales de la villa. Y los grausinos, confortados por la voz seca pero expresiva del fraile, ya no le olvidaron. Cofradía inmemorial de San Vicente, Calle de San Vicente, así bautizada en el siglo XVIII; Compañía Eléctrica de San Vicente desde 1894; cementerio nuevo de San Vicente en 1915. Y esa procesión de San Vicente en la tarde del primer domingo de cada mes, convocatoria de fieles devotos ininterrumpida hasta el presente, recuerdo de aquella práctica penitencial que instaurara el santo en la villa.

No sabemos si acudió a oírle los sermones el abad Antonio de San Victorián, el tercero de su nombre, que en las estancias en la villa se alojaba en la Calle Barrio Alto, luego del Prior. Para entonces los tres monjes con residencia en Graus se habían instalado en el caserío, ya resignadas a la ruina las estancias abaciales de la Peña. El Sacristán Mayor, fray Bernardo de Clará, ocupaba el llamado “Convento de San Victurián” en la Calle Tancada (hoy Calle Hospital). A los sacristanes mayores les correspondía casi todo el trabajo: disponer los ornamentos, organizar el coro, ordenar el tiempo con las campanas, tener colmadas vinajeras y lámparas, comprar velas y hachones, dirigir la limpieza, el bordado del vestuario y el mantenimiento de los templos y sus accesos. No era poca tarea en una villa donde ya en 1415 se hallan registrados 13 eclesiásticos que vivían de los beneficios fundados en las iglesias, y que ya componían de hecho lo que más tarde se dispondrá como un “capítulo mixto” de sacerdotes diocesanos y de monjes. Los sacristanes mayores vivían independientes en este llamado Convento con huerta atrás, pegada a la muralla vieja, donde habían abierto un postigo para acceder a los campos extramuros.

En la Calle Barrio Alto vivía el Prior, que lo era para saludar a fray Vicente Ferrer en aquellos días fray Pedro de Araguás. Los Priores de Graus representaban al Abad en ausencia y administraban las rentas y privilegios que el paso del tiempo les iba dejando. Hubo momento, todavía arriba en el castillo, en que sentenciaron todas las causas civiles y criminales, pero ya se había delegado esto en el Justicia de Graus y se había inmiscuido también durante la Baja Edad Media el Conde de Ribagorza. Cuando el monasterio cedió en importancia y poder, el Priorato de Graus se convertiría en la antesala segura, por nombradía y número de almas, para acceder a la dignidad de Abad. La casa prioral abarcaba el edificio amplio del actual número 26, poseía patio trasero, y huerto sobre la hoy Calle Hospital, y englobaba la casa de al lado –hoy Prior, 24- donde estaban dispuestas las “Cambras del Señor Abad” y su cuadra, para cuando se dignase visitar la villa.  Aquí moraba también el monje Vicario, a quien para  1607 se buscaría mejor acomodo en la parte alta del Mercadal o Plaza Mayor, en la esquina frente a Casa Guardia, en lo que se llamó “Palacio del Abad”.   Los monjes Vicarios eran lo más parecido a un párroco moderno: trataban la cura del espíritu, la predicación dominical y administraban los sacramentos. En ese año de 1415 no ejercía de Vicario un monje, como era lo institucional, sino el “dominus” Raimundo de Laguarres, tal vez por  efecto de aquel capítulo mixto que se iba perfilando y que, en 1413, elegía a un sacerdote como Procurador o representante de todos los clérigos de la villa.

Se desplazó fray Vicente unos once días a Aínsa y quizá subió hasta Jaca. Pese a su edad debió recorrer gran parte de la zona central del Pirineo, pues han quedado de su veneración un par de “pilarets” en los caminos, una ermita en Gistain y una capilla en Aldea Sala, cerca de Egea, en el valle del Turbón. En Benasque, en Las Paúles y en Espés no olvidaron recitar en voz alta durante la misa el padrenuestro, el avemaría y el credo, tal como les aconsejó el santo y refiere aún la tradicición oral. Regresó a Graus y partió al fin por el pétreo Puente de Abajo hacia Benabarre. Los sufridos trabajadores textiles del cáñamo y del lino, los trajineros de la cubería y del aguardiente, los artesanos de la fragua y del esparto le besarían las manos. Los rancios hidalgos que se acumulaban en la población por ser ésta centro comarcal, y que ennoblecían en un 6% el lugar, y los hombres de condición, comerciantes del Mercadal, imploraron sus bendiciones. El capítulo eclesiástico de la villa, tres monjes de San Victorián y trece sacerdotes beneficiados, recogieron de sus manos uno de los crucifijos que tallaba el santo en madera durante las caminatas, y que solía regalar allí donde veía fruto. “Por la virtud de este crucifijo que aquí dejo -dicen que dijo,- jamás entrará la peste en la población, los pedriscos pasarán de largo y en las sequías no faltará agua”.    Hasta tiempos recientes se realizaba una solemne ceremonia en la iglesia de San Miguel de Graus: con el objetivo de alejar las tormentas, los miembros de la Cofradía del Santo Cristo subían la cruz hasta una linterna conocida como “esconxuradó”, y volteándola rezaban en común mientras las campanas de la villa no dejaban de sonar. Este saledizo del tejado ha desaparecido en la restauración reciente del templo. También ha sido tradicional llevar el Santo Cristo hasta el agua cuando los dos ríos que circundan la villa, el Ésera y el Isábena, crecían amenazadores antes de ser regulados por la Confederación Hidrográfica. De tales prácticas devocionales queda el recuerdo en la meoria colectiva de la población grausina, así como el testimonio escrito del padre Faci   y del padre Valdecebro.

Hizo noche en una casa de campo cerca de Benabarre conocida entonces como Mas de La Pudiola, a la que pronto llamaron en su recuerdo Mas de Ferrer, y hoy de Piniés. Allí conservaban la sala y el lecho que ocupó el fraile y un pergamino enmarcado cuyo texto data del siglo XVIII a juzgar por su redacción: “Vino San Vicente Ferrer transitando por este país y, como Dios mudando el nombre de Abraham bendijo su casa, así hizo aquí el santo, pues llamándose de muy antiguo el Mas de Pudiola, ordenó que en adelante se dijese de Ferrer, con cuyo nombre se ha apellidado hasta hoy, y le echó su bendición que nunca se vería mendiga”. Se menciona siempre por los alrededores la buena suerte y prosperidad de esta casa, cuna de políticos provinciales y de D. Jaime de Piniés, embajador en varios países, representante de España ante las Naciones Unidas entre 1968 y 1985, y presidente que fue de la XL Asamblea General de la ONU.

Desde el convento dominico de Linares, aún en construcción a las afueras de Benabarre, junto a la fuente de San Medardo, encaminó sus pasos hacia Perpiñán. Cuatro años más tarde moriría en Vannes de Francia, el 5 de abril. Con sorprendente rapidez fue canonizado en 1455 por el Papa Calixto III. El recuerdo de San Vicente y el crucifijo donado a la villa, celosamente guardado, ganaron preeminencia en Graus sobre las advocaciones medievales de Santa María, de San Victorián y de San Miguel hasta alcanzar el patronazgo de la villa, suponemos que desde el momento mismo de su canonización. Todavía hoy es usual en Graus ser bautizado con el nombre de Vicente.

Y es que el dominico se había revelado como uno de los fenómenos de la comunicación de masas más notable de todos los tiempos, capaz de grabar un recuerdo duradero allá por donde pasaba. El padre Faci    dejó constancia de la influencia de San Vicente que aún se mantenía viva en el siglo XVIII. Según él, sólo en el espacio aragonés, conservaron cruces talladas por el santo en Aínsa, “del tamaño de un niño de 6 años”, leño sacro que presidía las rogativas por el agua; en el convento de Santo Domingo de Alcañiz, de cuatro palmos de alto e imperfecta simetría –“fabricó no pocas con más fervor que arte”, comenta Faci-; y en Munébriga, donada a la población por el cardenal Loba, quien a su vez la había recibido del Papa Luna a la muerte de éste y el Papa de manos del propio San Vicente. En la villa de Pedrola se enorgullecieron de conservar parte del hábito, el escapulario y la túnica del dominico, ya venerado en multitud de lugares como abogado ante la lluvia, la peste, las tempestades, los terremotos, los endemoniados, la esterilidad, los tabardillos, las hinchazones, la perlesía, la alferecía y el mal caduco. Y en cuanto a púlpitos el padre Faci no se contiene. Además de en Graus, han sido conservados en la memoria lugares ligados a su personal predicación en Nules, Sevilla, Guadalajara, monasterio de Ntra. Sra. de Murta, Santiago de Compostela, Las Huelgas de Burgos, Mondragón, Toledo, Valencia, Alcoy, Tortosa, Alcañiz, Calatayud, Granollers, Manresa, Vic, Girona, Líria, Arlés, Génova, Vareggia, Montalto, Riva, Liguria y San Remo.

JUSTO BROTO SALANOVA. «El Santo Cristo y San Vicente Ferrer, Patronos de Graus». (2013). Parte 2ª. Graus.

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